LeovigildoLeovigildo era hombre de altos pensamientos y de voluntad firme, pero se encontró en las peores condiciones que podían ofrecerse a monarca o caudillo alguno de su raza. Por una parte aspiraba a la unidad, y logróla en lo territorial con la conquista del reino suevo y la sumisión de los vascones. Pero bien entendió que la unidad política no podía nacer del pueblo conquistador, que, como todo pueblo bárbaro, significaba desunión, individualismo llevado al extremo. Por eso, la organización que Leovigildo dio a su poderoso Estado era calcada en la organización romana, y a la larga debía traer la asimilación de las dos razas. El imperio, a la manera de Diocleciano o de Constantino, fue el ideal que tiró a reproducir Leovigildo en las pompas de su corte, en la jerarquía palaciega, en el manto de púrpura y la corona, en ese título de Flavio con que fue su hijo Recaredo el primero en adornarse y que con tanta diligencia conservaron sus sucesores.

Hermenegildo, primogénito de Leovigildo y asociado por él a la corona, casó con Ingunda, princesa católica, hija de nuestra Brunechilda y del rey Sigeberto. Los matrimonios franceses eran siempre ocasionados a divisiones y calamidades. Ingunda padeció los mismos ultrajes que Clotilde, aunque no del marido, sino de la reina Gosuinda, su madrastra, arriana fervorosa, que ponía grande empeño en rebautizar a su nuera, y llegó a golpearla y pisotearla, según escribe, quizá con exageración, el Turonense. Tales atropellos tuvieron resultado en todo diverso del que Gosuinda imaginaba, dado que no sólo persistió Ingunda en la fe, sino que movió a abrazarla a su marido, dócil asimismo a las exhortaciones y enseñanzas del gran prelado de Sevilla San Leandro, hijo de Severiano, de la provincia Cartaginense.

Supo con dolor Leovigildo la conversión de su hijo, que en el bautismo había tomado el nombre de Juan, para no conservar, ni aun en esto, el sello de su bárbaro linaje. Mandóle a llamar y no compareció, antes levantóse en armas contra su padre, ayudado por los griegos bizantinos que moraban en la Cartaginense y por los suevos de Galicia. A tal acto de rebelión y tiranía (así lo llama el Biclarense) (331) contestó en 583 Leovigildo reuniendo sus gentes y cercando a Sevilla, corte de su hijo. Duró el sitio hasta el año siguiente; en él murió el rey de los suevos, Miro, que había venido en ayuda de Hermenegildo (332); desertaron de su campo los imperiales, y al cabo, Leovigildo, molestando a los cercados desde Itálica, cuyos muros había vuelto a levantar, rindió la ciudad, parte por hambre, parte por hierro, parte torciendo el curso del Betis (333). Entregáronsele las demás ciudades y presidios que seguían la voz de Hermenegildo y finalmente la misma Córdoba, donde aquel príncipe se había refugiado. Allí mismo (como dice el abad de Valclara, a quien con preferencia sigo por español y coetáneo) o en Osset (como quiere San Gregorio de Tours), y fiado en la palabra de su hermano Recaredo, púsose Hermenegildo en manos de su padre, que le envió desterrado a Valencia. Ni allí se aquietó su ánimo; antes indújole a levantarse de nuevo en sediciosa guerra, amparado por los hispanorromanos y bizantinos, hasta que, vencido por su padre en Mérida y encerrado en Tarragona, lavó en 585 todas sus culpas, recibiendo de manos [237] de Sisberto la palma del martirio por negarse a comulgar con un obispo arriano. Hermenegildus in urbe Tarraconensi a Sisberto interficitur, nota secamente el Biclarense, que narró con imparcialidad digna de un verdadero católico esta guerra, por ambas partes escandalosa. Pero en lo que hace a Hermenegildo, el martirio sufrido por la confesión de la fe borró su primitivo desacato, y el pueblo hispanorromano comenzó a venerar de muy antiguo la memoria de aquel príncipe godo que había abrazado generosamente la causa de los oprimidos contra los opresores, siquiera fuesen éstos de su raza y familia. Esta veneración fue confirmada por los pontífices. Sixto V extendió a todas las iglesias de España la fiesta de San Hermenegildo, que se celebra el 14 de abril (334). Es singular que San Isidoro sólo se acuerde del rey de Sevilla para decir en son de elogio que Leovigildo sometió a su hijo, que tiranizaba el imperio. (Filium imperiis suis tyrannizantem, obsessum superavit). ¡Tan poco preocupados y fanáticos eran los doctores de aquella Iglesia nuestra, que ni aun en provecho de la verdad consentían el más leve apartamiento de las leyes morales!

(Extracto del libro Historia de los heterodoxos españoles de Marcelino Menéndez y Pelayo)

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